lunes, 8 de abril de 2013

lunes, 21 de mayo de 2012

Cucaracho.


Cuando la gente se queda sola, se libera o se deprime. O finge que se libera, y no conozco a nadie que finja que se deprime.
Yo soy de los que se deprime. Así nomás, sin fiesta, sin cantidades industriales de alcohol, sin mentar madres, ni odiar a toda la comunidad femenina internacional. Pura y simple depresión kafkiana. De esa en la que ya nomás te asqueas de tu propio cuerpo cucaracho y comprendes la lógica detrás del repudio de terceros (y segundos).
Razones hay muchas. Por la manera en que me dejaron, por lo que teníamos en común, por la manera en que encontraron a otra persona, por lo que ahora ellos tienen en común.
Conforme pasan los meses, la línea en mi gráfica de la tristeza pierde cualquier sentido o patrón. A veces baja, a veces sube, y a veces sube más. Hasta que empiezan a pasar más, y más meses y yo mismo me voy sintiendo ridículo de estar triste. De no dejar pasar las cosas y ya. De no convencerme de que aun si hubiera la posibilidad de retomar donde nos quedamos (o incluso volver a empezar), ya no lo haría, y si lo hiciera, sería sólo por nostalgia, por oportunidad o por puñetas. 
Y entonces decido que se me quita lo ridículo, que ya no estoy triste y que ya sólo voy a extrañar una cosa, porque extrañar sólo una está bien. Y no tengo que pensarle mucho para encontrarla. Estoy a gusto con ella.

La verdad es que ya nomás extraño tener a quién verle los calzones.

miércoles, 18 de abril de 2012

No sé cómo ponerle todavía.



1

Salgo del trabajo y, después de pasar horas en una fila interminable de autos distorsionados por el calor, lo único que quiero llegar a hacer en la casa es comer y dormir. Pero ésta vez no se va a poder. Antes de siquiera tratar de estacionarme en la cochera, noto que un Sentra negro obstruye la entrada. Yo lo conozco, su dueño es Eliot, así, con una sola “l” y una sola “t”, porque su papá es mexicanote (pero no tanto).

Toco el claxon, ni se inmuta. “¿Qué pedo güey?, a ver a qué hora te mueves y me dejas entrar”. Abre la ventana y saca la cabeza con una sonrisa medio de menso. Da reversa mientras yo desde mi coche abro el portón. Se hace espacio suficiente y avanzo. Dejo bien acomodado el carro dentro y al salir por la puerta principal él ya está parado en los escalones. “Vamos por unas cheves”, vamos.

Ya en su carro me va a contando de la fiesta a la que le ordenó ir invitó su esposa, con los aburridos amigos de siempre, que toman vino y lechita en las pedas; yo desde ahorita le aviso que no voy a ir. “Simón, ya sé, no hay pedo, pero hay que precopear.”

Abrimos la puerta del Oxxo y nomás con eso percibimos el aroma a queso francés. Por suerte uno de los dependientes nos atiende rápido:

 ¿Qué van a llevar?
 Ocho tecates rojas… no, bueno, doce.
 Doce rogelios, ya está. ¿Con hielo?
 Sí, por favor.

Caminamos hacia la caja y “¡tómala!”, el hombre pone el doce sobre la barra. Pedimos aparte una cajetilla de Delincuentes, porque los Marlboro son muy caros (y nosotros muy codos). Nos cobran, pagamos y nos vamos.

De vuelta en la casa, ni nos molestamos en entrar, en los escalones de afuera abrimos las dos primeras latas, encendemos los primeros dos cigarrillos y ahí mismo nos sentamos.

Eliot habla sobre los arreglos que está haciéndole a su casa, la nueva carrera a la que piensa entrar, la película que vio ayer, u hoy porque no podía dormir, no lo sé. Después habla de su trabajo y yo ni menciono el mío. Me río, asiento, exclamo “ah ¡no mames!” y sigo tomando.
De cuando en cuando vuelve el tema de la fiesta y yo me aseguro de aclararle que ni de pedo voy a ir.

Pasan las horas, el cielo se obscurece y poco a poco se acaban las cheves; estoy picado y Eliot lo sabe. Llega el momento de abrir la última y él se vuelve más insistente. “Ándale güey, vamos a la fiesta y allá tomamos más. Sirve que llegamos por algo de cenar. Aparte yo te traigo en la noche.” Le repito que no quiero ir, pero se vuelve cada vez más tentador y también más complicado encontrar excusas.

La lata queda vacía y aviso como por quinceava vez que iré al baño; Eliot me avisa, por su parte, que él mejor ya se va: “Ya se me está haciendo tarde”. Puro pedo, pero en ese momento no me doy cuenta. Me siento presionado pero aun no cedo. Lo pienso un poco más y le pido que me espere, voy nomás al baño y ahí decido si lo acompaño o no, aunque le advierto que lo más probable es que sólo salga a despedirlo. “¿Pa’ qué te haces? Ahí te espero en el carro.”

Debo admitir que el muchacho conoce su estrategia; terminé de mear, prendí algunos focos en la casa, tomé dinero y las llaves y subí a su carro. No teníamos ni puta idea del tipo de noche que se venía.




2

La noche era obscura y el clima fresco, Cerati acompañaba nuestro traslado. En cierto momento, como a la mitad del camino Eliot me pregunta si tengo saldo, le respondo que sí, aunque poco. Me pide que le hable a Iván y aunque accedo, Iván no contesta el teléfono. “Pinche Iván ¿pa’ qué chingados quiere un celular entonces?” No le doy mayor importancia y me digo a mi mismo que sólo es cuestión de seguir marcando cada 10 minutos.

Poco antes de llegar a nuestro destino, nos bajamos en otro Oxxo a comprar alguna cantidad moderada de cervezas y más cigarrillos. No hay dependiente atento, pero tampoco aroma repelente que lo amerite. Salimos tan rápido como entramos y ya estábamos en el camino de nuevo.

Por fin llegamos a la caseta de una colonia privada. Nos detenemos al lado del guardia y más rápido que un caracol se ubica frente a la ventana de Eliot.

— ¿Qué pasó muchachos, a dónde van?
— A casa de Fernando… Fernando algo, no me acuerdo cómo se apellida, pero sí sé dónde queda la casa.
— A ver, ¿dónde? No mira, nomás déjame una identificación y ya.
— ¿Le sirve la de la escuela?
— Sí, la que sea.
— Muchas gracias, al rato paso por ella.

El guardia sube la pluma de la caseta y nos adentramos en la colonia. “¿Esa identificación qué, güey? Si tú ni a la escuela vas.” Eliot sólo me respondió con una pequeña risa.

Finalmente nos adentramos en una cuadra y rápidamente nos estacionamos dentro de la cochera de una casa que por cierto tiene todas las luces apagadas. En un principio me pareció un poco muerto para ser la locación de una fiesta, ya luego Eliot me aclaró que el evento era en la casa de al lado, que de quién sabe quién chingados fuera la cochera, pero que asimismo le valía pura madre.

Caminamos hacia el lugar correcto y Eliot tocó el timbre. Noto que la cinta de mi tenis derecho está desabrochada y me agacho para amarrarlas bien.
Mientras yo me ocupo de ese asunto escucho el arrastrar suave de la puerta grande de metal que da función de entrada frontal a la casa. Termino mi operación y dirijo la mirada para encontrarme con el anfitrión, quien ciertamente me sorprende, pues nunca esperé que fuera Pikachu, o al menos un tipo disfrazado de él.

Eliot lo saluda y yo hago lo mismo. No quiero ni preguntar nada porque, pues, no es mi casa ¿verdad? En fin, aquel lugar se encontraba vacío, o al menos daba la apariencia de estarlo.

— ¿Qué onda, Victor? ¿pues dónde están todos?
— Jajaja ¿qué quieres Eliot? Apenas son las 8:30.

Eliot suelta una gran carcajada y agrega “me la mamé”. En ese momento comprendí un punto clave en la estrategia de éste cabrón: “Ya se me está haciendo tarde.” Simón, pendejo. ¿Pero ya qué más? Me encontraba yo ahí y no había nada más que hacer.

Nos dirigimos hacia el patio con nuestras cheves y Victor se excusa por tener que seguirse arreglando para la fiesta, aunque yo no vi que le faltara nada más que hablar en Pokemón. Antes de que se fuera notamos la presencia de una mesa de ping-pong y pedimos permiso para usarla, el cuál nos es concedido.

Comenzamos a jugar, primero de manera “correcta”, después empezamos hacer trucos con las raquetas y la bola, y cuando ya estamos más confiados de nuestras habilidades, procedemos a pegarle con más fuerza; después todo vale verga porque, en una de esas lucidas que nos estábamos aventando, yo brinco y caigo con todo mi peso concentrado en un solo pie sobre la bola.

— No mames cabrón, ya la cagué.
— Ah jajaja ¿qué chingados hiciste?
— Pisé una bola, cabrón
— Jajajaja güey, que te valga.
— No güey, ¿qué fregados? Échate la culpa, güey, yo te la pago pero a estos vatos ni los conozco.
— Nombre, ¿pa’ qué? Mira, pásamela.

Eliot elegantemente tira la bola aplastada al zacate detrás de una maceta. “Ahí no la ven, y si no pues les decimos que no sabemos nada y que igual y es un huevo de tortuga, ni que fueran veterinarios como quiera.” No me parece una gran idea, pero tampoco se me ocurre otra mejor.

En ese momento dejamos de jugar y simplemente nos sentamos a tomar; es entonces cuando Eliot recuerda: “Hay que hablarle otra vez a Iván.” Le doy mi celular y él marca. Para sorpresa nuestra Iván contesta. Al parecer se encuentra en una cena familiar de la que sólo está esperando alguna excusa para escaparse. Nos pide una media hora más y que estemos listos para ir a recogerlo en un punto cercano. Tanto Eliot y yo dejamos ver una sonrisa. No estoy seguro de si es porque se nos ha unido otro camarada, o porque a través del cristal observamos cómo baja por las escaleras un Pikachu más. Poco a poco empiezo a caer en cuenta del tipo de fiesta a la que había accedido asistir.

El nuevo Pikachu, con una complexión más como de Chansey, sale a saludarnos. Nos pregunta por la esposa de Eliot y él le aclara que llegó sólo conmigo y por su cuenta. Pikachu #2 entonces regresa adentro.

Pasaron al menos unos 10 minutos más antes de que por la puerta principal comience un desfile de anime bastante selecto, que va desde Sakura Card Captors hasta Pucca y su novio ninja. Eliot entra a saludar a su esposa y yo lo sigo, más por cortesía que por otra cosa, pues no conozco a nadie del elenco.

Llegamos él y yo con Valeria, quien trae además al pequeño Miguel cargando, el cual, por si es necesario agregar, es hijo de ella y Eliot. Al momento de saludarla agrega una sincera disculpa por haberme traído a una fiesta tan extraña. Yo le digo que no se preocupe, que en todo caso ha sido Eliot quien me trajo, y que de todas formas, lo más preocupante del caso es que reconozco a cada uno de los personajes presentes.

— ¿En serio? ¿Incluso a ese?
— Ay, ¿apoco ese viene de algo?
— Sí, es Roberto Cedinho.

Si me preguntan a mi, ese es un disfraz de lo más huevón. El tipo ya tiene de entrada el pelo ondulado y una barba de 3 días que lo convierten en una copia natural del entrenador de los Supercampeones, y él sólo tuvo que encargarse de usar una chaqueta y traer colgando una identificación que dijera Roberto Cedinho. Mis más sinceras felicitaciones por su esfuerzo.

Regreso a mi puesto de guardia en el patio, poco después regresa Eliot y esperamos la llamada de Iván. Se tarda al menos una media hora más de lo que nos había dicho, e incluso llega un pedido de carne y tortillas que habían hecho los Pikachus. Me ofrecen bastante y de manera tan insistente que no puedo negar la invitación y, unos momentos después, entra la llamada de Iván. Me dice en qué lugar quería que lo recogiéramos y le aseguro que ya vamos para allá. Cuelgo y me como mi primer taco de siete que me había preparado en total.

Al terminar, Eliot y yo salimos de la casa, subimos al carro y nos dirigimos al encuentro de nuestro tercer compañero. Al llegar a la caceta, Eliot le recuerda al guardia quién es, le dice que se quede con la identificación y que ahorita regresa.

Salimos de la colonia y ya estamos planeando las cosas que vamos a comprar al llegar a la tienda en que quedamos con Iván para vernos. Más cerveza, más cigarros y del saldo para celular ni quién se acuerde.
Divisamos el establecimiento, Eliot acelera aun más y con un frenón llega derrapando. Las personas que acaban de bajarse de sus autos se tiran al suelo, los de adentro del local se agachan sin dejar de mirar afuera, la puerta de atrás se abre y entra Iván echo madre. “Aquí ni te bajes a comprar nada, cabrón, ya los asustaste.” Todos reímos y antes siquiera de cerrar la puerta trasera, ya hemos arrancado el coche con la misma velocidad con la que llegamos.

No sé si con esa distancia bastó para tranquilizar a los clientes de ese lugar, pero tomamos un retorno y nos detenemos a comprar en la tienda que está justo enfrente. Recargamos provisiones y emprendemos nuestro camino de regreso a la privada convención de anime y comics.

Al entrar el ánimo está ya más prendido. Tres chicas cantan canciones en japonés musicalizadas por la computadora, otra más, disfrazada de Aralé, se besa con Roberto Cedinho, y Valeria juega con Miguel, ambos disfrazados de Kappa (criatura del folklore japonés similar a una tortuga ninja).

Ahora, siendo ya una manada de tres hombres, salimos con más confianza al patio, sólo para descubrir que ambos Pikachus buscan algo bajo la mesa de ping-pong. “Oigan, ¿no vieron otra pelota?” Espero la respuesta de Eliot: “No güey, nomás había una… ¿pero como cuánto cuesta comprarlas por separado?” Como no le saben responder, damos por muerto el tema y volvemos a lo que sí estábamos haciendo bien: tomar.

Por el resto de la noche no ocurre mucho más; para los demás invitados pasamos desapercibidos o quizá intencionalmente ignorados, y eso congenia perfectamente con nuestro plan de no convivir con nadie. Se mantienen las cosas así hasta el momento en que Valeria sale con el niño. “Eliot, cuídame un ratito a Miguel.” Él, por su parte, le dice de una manera poco acertada que afuera está muy frío, que el niño no está bien cubierto y que no es conveniente que esté ahí.

Ahora, no puedo asegurar que esa sea la verdadera razón, o si es sólo la excusa de Eliot para seguir tomando a gusto con nosotros, pero Valeria opta por entender la segunda, y con toda la sutileza de una mujer encabronada, dice que está bien, dando al entrar un azotón a la puerta corrediza. A partir de éste punto, toda nuestra participación en la fiesta va a en picada.

domingo, 18 de marzo de 2012

Mono abeja.

“Lo sentimos, su llamada no puede completarse como se marcó…” Otra vez esa maldita grabación. No importa cuánto lo intente, el resultado es siempre el mismo. Pareciera que todo en la vida se me ha complicado absurdamente.

Todo comenzó hace cinco meses cuando Julieta llevó a casa al mono abeja; una criatura horrible, el mono más feo que había visto sobre la Tierra.  Se lo habían dado como obsequio en el trabajo, junto con pañales, biberón (con mamila sabor a miel, por supuesto) y un disco con 12 canciones especialmente hechas para dormirlo.

La primera vez que lo vi me encontraba apenas abriendo la puerta cuando escuché un chillido espantoso provenir del abanico de techo de la sala. Ni siquiera pude distinguir lo que era, pues ya lo veía caer en picada sobre mí y apenas atiné a dar un paso atrás y cerrar la puerta.

 ¿Por qué te quedas afuera, cariño? Quiero mostrarte algo.
— Eso que quieres mostrarme acaba de saltarme encima.
— No seas exagerado, seguro quería recibirte.

Cuando entré lo tenía en sus brazos. Tenía cara de mono capuchino, pero su cuerpo era gordo a rayas negras y amarillas.
Pronto me explicó cómo lo había conseguido y lo rápido que se había entusiasmado con la idea de tenerlo.

Yo traté de objetar de mil maneras, incluso usé como excusa mi alergia a las abejas, pero me dijo que no fuera ridículo, que no tenía nada que ver con las verdaderas abejas y que además pronto vería como me encariñaba con él; todo esto mientras lo llenaba de mimos y ruiditos retardados.
Nunca terminamos por agradarnos, pero poco a poco fui acostumbrándome a su presencia. La suya y la de miles de pelos amarillos y negros que ahora cubrían todos los muebles.

Como a la semana comencé a notar que el espejo del baño ya no reflejaba mis ojos, sólo de mis mejillas hacia abajo. Como Julieta es más bajita que yo (lo cual es decir mucho), supuse que quizá ella lo había bajado para verse bien.  Lo elevé un poco, y aunque cada día volvía a extraviar mis ojos, no le daba importancia y repetía la operación.

Días después, fue obvio que mi talle ya no era el mismo. Las camisetas eran casi ombligueras y los pantalones dejaban ver mis tobillos. Era claro, estaba más alto y, si no es muy sangrón de mi parte, hasta un poco mamado.
¿Que cual fue mi reacción?  Estaba emocionado. Toda mi vida me habían tratado de enano y ahora por fin estaba creciendo, todo en mi estaba creciendo.
No sé si esté de más decirlo, pero por el tiempo que pasábamos en la cama, se podría adivinar que Julieta también había notado los cambios.

La verdad es que estaba tan contento con todo eso que hasta empecé a tratar de llevarme bien con el animal. Intentaba hablarle o jugar con él y su respuesta, indudablemente, era un gruñido o, si bien me iba, simplemente me daba la espalda. Con lo que me importaba, yo me sentía de maravilla. Tanto que ni siquiera le presté atención al hecho de que todo estaba ocurriendo a mis casi 24 años.

Un día, a mis entonces orgullosos 1.87 metros de altura, me agaché un poco (cualquier otro día habría tenido que subirme a una caja) para sacar un litro de nieve del congelador. Bien, no sé si vayan a creerme esto, pero el mono se encontraba ahí dentro comiéndose mi nieve. Decidí que era algo que no debía permitir. Metí mi mano para agarrarlo o ya de perdido espantarlo y el muy infeliz me mordió el dedo índice.

Corrí rápido a lavarme las manos; un poco de desinfectante, una toalla y después una venda. No le di mucha importancia a la herida, pero cómo estaba odiando a ese chango espantoso.

Cuando regresó Julieta del supermercado tuve que darle un ultimátum: quiero fuera a ese animal para el final de la semana.
Hubo un poco de tensión en la mesa a la hora de cenar, pero llegando el momento de irse a la cama, todo pasó como había estado sucediendo de unas pocas semanas para acá. Nada de qué quejarse.

Al día siguiente desperté y sentí un peso extraño; mis pies sobresalían ridículamente del borde de la cama. Al ponerme de pie casi me golpeo la cabeza con el abanico de la habitación. Éste no era un crecimiento “normal” como el de los días anteriores, algo estaba pasando.
Mi preocupación llegó a su límite cuando noté mi mano, la que tenía el índice vendado, desmesuradamente grande.

Llamé al médico, le comenté mi situación y dijo que lo mejor sería que fuera inmediatamente. Para ese momento no tenía ninguna intención de contradecirlo.
Al llegar me hizo varios exámenes y salí del consultorio. Después de esperar como por dos horas nos llamó a Julieta, quien había hecho el favor de llevarme, y a mí.

Nos explicó que todo apuntaba a que lo que yo estaba sufriendo era un severo y muy raro caso de alergia. Al parecer todo éste tiempo estuve viviendo en la misma casa con un lejano, y enorme, pariente de las abejas. Rozándome con su cabello y aspirando sus partículas. Toda la reacción se había dado gradualmente pues el contacto nunca fue genuino (nunca me dejó tocarlo), pero el día en que me mordió, al entrar mi sangre en contacto con su saliva, todo se había salido de control.
Dijo que tenía una solución segura, de la cual no podría empezar a notar su efecto hasta dentro un mes, pero que si seguía con ella, ya no continuaría creciendo.

Hoy han pasado dos meses desde entonces y, es cierto, dejé de crecer al mes, al llegar a mis nada armónicos 3 metros. Mis manos, pies y cabeza no son proporcionales a mi cuerpo, de hecho son más grandes (especialmente la mano mordida), pero podría decirse que son males menores.
Las cosas en la casa han cambiado un poco. Como la recámara es muy chica, yo estoy durmiendo en la cochera. Tuvimos que vender el auto para solventar el gasto de las inyecciones, que son cada dos días para toda la vida. Julieta ya no pasa las noches conmigo, dice que la cochera es muy fría o muy calurosa, además de ser poco cómoda (y no tengo como discutírselo), así que ella sigue durmiendo en la recámara.

¿El mono? Como era un hecho que yo tendría que dormir en la cochera y además estaba tomando las inyecciones, Julieta creyó que no habría problema en conservarlo y así lo hizo. Yo creo que es una manera de desquitarse por tener que vender el carro.

No todo es tan malo en mi cochera. Tengo un televisor con sistema de cable, un abanico y hasta mi propio teléfono. Desde él puedo llamar cada que necesite algo. Justo ahora estaba pensando en una pizza; una pizza de pepperoni con mucho tocino. Si tan sólo pudiera presionar un maldito botón a la vez.

Va de nuevo, ésta vez con mucho cuidado…
“Lo sentimos, su llamada no puede completarse como se marcó…”

lunes, 9 de enero de 2012

Perrito.

Ayer caminaba rumbo a una estación del metro y, a lo lejos, vi un perrito callejero (o eso creo que era) andar por los alrededores y, como cualquiera de ellos, llamó mi atención. El perrito seguía a una persona caminando, luego a otra y a otra; yo esperaba el momento de estar lo suficientemente cerca para que fuera a mi a quien siguiera pero, antes de que eso pasara, el perrito decidió seguir a una pareja que cruzaba hacia la banqueta de enfrente.

La avenida era muy concurrida y el camellón muy angosto, pensé en lo que podía pasarle y quise llamarlo antes de que comenzara a cruzar, pero no lo hice. Temí verme muy pendejo hablándole a un perro que quizá ni me prestaría atención, así que seguí mi camino.
Unos segundos después de darle la espalda escuché el rechinido de llantas derrapando por el pavimento, seguido inmediatamente por un golpe y después un aullido de dolor.

Al perro lo había golpeado una camioneta familiar. Pude darme cuenta por el sonido que el conductor había hecho un esfuerzo por frenar a tiempo, pero una vez dado el golpe, bastó con darle la vuelta y seguir adelante. "¿Qué más? es sólo un perro."

Logré ver la mitad de la escena y me sorprendí al notar que detrás de mi a tres cabrones compartían comentarios y risas entre ellos. Primero me molesté, con ellos por ser idiotas, pero después de pensarlo un poco, me di cuenta de que no estaba molesto con ellos, lo estaba conmigo, porque sabía que debí llamar al perro, que quise hacerlo, pero no me decidí, también por ser idiota.

Básicamente es así como funciona todo conmigo. Sé las cosas que debo hacer y en realidad quiero hacerlas. Siempre tengo perfectas intenciones para todo y para todos, pero como soy idiota y no hago nada nunca, mi vida se llena de perritos atropellados.

jueves, 22 de diciembre de 2011

Liliana.

La primera vez que me enamoré llevaba poco tiempo de haber comenzado la primaria, y me enamoré tanto como alguien de 7 años puede hacerlo.

El colegio al que entré desde preescolar era sólo para varones y se mantuvo así por mucho tiempo, pues era ya un colegio con tradición en la ciudad, pero eso terminó el año en que pasé a 2do grado. Fue entonces cuando se admitió el ingreso de mujeres y el colegio se volvió mixto.

Al principio no noté mucho cambio, para mi las cosas seguían de la misma manera en que siempre habían sido y, como los niños seguíamos siendo mayoría, hablo con la verdad al decir que ni siquiera había notado su presencia.

Eso cambió más o menos al mes de haber comenzado el curso.
Todos los días, antes de regresar al salón tras haber terminado el descanso, nos hacían formarnos por estatura, tres filas para niños y una para niñas, con la idea de que así entraríamos tranquilos y ordenados a clase.
Un día, mientras seguíamos la rutina, la vi; muy adelante, dos filas a mi derecha, se encontraba una niña a la que el cabello apenas y le cubría los oídos y dejaba ver la mitad de su cuello, mismo que bajaba para convertirse en una pequeña espalda cubierta por la blusa del uniforme. Eso me bastó.
Casi sin pensar volteé hacia atrás y le pregunté a un compañero por su nombre y su respuesta fue “creo que se llama Liliana.”

No recuerdo con exactitud cunto tarde﷽o con exactitud cualdaa, y asra bonitamportando se admitibpor la blusa del uniformeánto tiempo tardé en ver su rostro y no sé si cuando por fin lo hice pensé de inmediato que no era bonita (porque no lo era) o si yo mismo me cegué a causa de la primera impresión, pero estoy seguro de que, de haber notado entonces que su cara asemejaba una calaverita de azúcar, no me habría importado; por eso pasé cinco años enamorado de una espalda y un corte de cabello.

sábado, 10 de diciembre de 2011

A veces cuando llueve.

A veces no estoy seguro de si no tengo nada que hacer o si es que no quiero hacer nada.
Otras veces no salgo porque creo que me siento triste, y entonces ya no sé si me quedo en casa porque estoy deprimido o me deprimo porque me quedo en casa.
En esas veces te veo, y te veo y te veo, pero trato de no verte. Pero es que siento que me ves, y que me ves porque no te importa que no quiero verte.
Pasa el tiempo y me doy cuenta de que realmente no me ves, y soy sólo yo fingiendo que lo haces, y lo finjo para seguir sintiéndome incómodo y triste. Y sentir que importo. Pero no es así.

Luego están las veces en que me quedo en casa porque creo que haré algo importante, algo importante y de provecho y, aunque al final de cuentas no hago nada, pienso y me siento bien con la idea de que la intención es lo que cuenta.

Y al final están los días como hoy, en los que se juntan todas esas veces, y se acumula tanto, tanto, que hasta llueve.
Por eso me quedo en casa cuando llueve.